El hombre de la cruz se tambaleaba entonces en dirección a ella, hasta que la mujer, sobresaltada por los ruidos que hacía la cruz al ser arrastrada entre los sepulcros, se giraba hacia él mostrándole su rostro cubierto por un velo negro que inducía a creer que detrás no había otra cosa que un tenebroso vacío. Con un estremecimiento, el hombre daba media vuelta y seguía su camino.
Pero el hombre no siguió su camino, al contrario, se acercó aún más a la casa. Luego descargó la cruz del hombro y la apoyó contra la pared, se despojó de la corona de espinas y la colgó de un extremo del travesaño. Un minuto más tarde, los dalecarlianos lo vieron alejarse por el camino, con la espalda recta y el paso ligero, felizmente liberado de su carga. Cuando comprendieron que había dejado la cruz junto a la puerta de su casa no dijeron ni una palabra. A algunos les dio por apretar con fuerza las manos de los que tenían al lado, y a un par se les inundaron los ojos de lágrimas. Casi todos los rostros quedaron como iluminados con una claridad que les confería algo parecido a la belleza. Habían obtenido respuesta a sus preguntas. No era para morir ni para vivir la vida por lo que habían viajado hasta allí, sino única y exclusivamente para llevar la cruz de Cristo. Más no necesitaban saber.
Jerusalén de Selma Lagerlöf
No hay comentarios:
Publicar un comentario