La impunidad con que actúan las grandes empresas financieras quedó demostrada en el verano de 2012 con el asunto del Libor (London Interbank Offered Rate), que puso en evidencia cómo los grandes bancos manipulaban en su provecho un indicador que, en palabras de The Economist, “determina en todo el mundo el tipo de interés que los particulares y las empresas pagan por los préstamos, o reciben por sus ahorros”, lo que no solo afecta a las grandes transacciones entre los bancos, sino incluso a nuestras hipotecas y a nuestras tarjetas de crédito. Este, que ha sido sin duda uno de los mayores fraudes financieros de la historia, y que movió a Stiglitz a sostener que “lo primero es meter a unos cuantos banqueros en la cárcel”, causó algún escándalo en Gran Bretaña, pero ninguno en los Estados Unidos, pese a que algunos de sus grandes bancos, como JPMorgan Chase o Citigroup, estaban implicados en este “escándalo de todos los escándalos de Wall Street”. Lo peor del caso es que parece ser que las instituciones encargadas de regular la actividad financiera sabían lo que ocurría. Como ha escrito Matt Taibbi, el gran misterio de la política norteamericana en el curso de las dos últimas administraciones presidenciales (una de cada partido) es “por qué no ha habido ninguna investigación federal seria de Wall Street en un período que parece haber sido de una corrupción épica”.
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