Cuenta el historiador Michael Burleigh que Hitler puso delante de los alemanes unas tentaciones transgresoras que muchos abrazaron con entusiasmo. Una propaganda cuidadosamente construida y su propia y apabullante retórica elevaron esta relación a un plano más exaltado, dado que el Führer no hacía nada por contrarrestar la impresión de que él era el redentor o salvador de la raza y la nación, un ser divino por no decir un verdadero dios, como Hirohito en Japón. Algunos alemanes daban fe de los efectos milagrosos de su mirada o sus manos, en tanto que un número considerable de protestantes se mostraban dispuestos a remodelar la imagen de Jesús como la de un ario honorario. La esperanza demostró ser lo último que se pierde cuando Hitler regaló una fotografía suya autografiada a una escuela para ciegos, sin duda ansiosa de recibirla. Aunque el Partido Nazi tenía este componente paramilitar un tanto matón, también atraía a las sobrias clases medias protestantes, que habían experimentado la catástrofe de la inflación y el concomitante desmoronamiento familiar y social a principios de 1920.
Los alemanes menos violentos necesitaban que las cosas se expresaran en términos de restauración moral y religiosa, tras el periodo de indulgencia cultural y sexual de la República, cuando la juventud alemana supuestamente había pecado en masa. La ausencia o la muerte de sus padres en la guerra, así como los excesos artísticos de la capital, habían contribuido de alguna forma a justificar esta acusación.
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