El sociólogo, filósofo y ensayista polaco Zygmunt Bauman dice que uno de los diagnósticos más al uso es el desempleo y, en particular, el precario panorama laboral para quienes finalizan sus estudios y se incorporan a un mercado más preocupado por incrementar los beneficios mediante el recorte de costes laborales y la supresión de ventajas que por crear nuevos empleos y establecer nuevas ventajas. Uno de los remedios más sopesados son los subsidios estatales, que convertirían en un buen negocio la contratación de jóvenes (durante el tiempo que duren los subsidios). Una de las recomendaciones que más suele hacerse entretanto a los jóvenes es que sean flexibles y no especialmente quisquillosos, que no esperen demasiado de sus empleos, que acepten los trabajos tal como vienen sin hacer demasiadas preguntas y que se los tomen como una oportunidad que hay que disfrutar al vuelo y mientras dure, y no tanto como un capítulo introductorio de un proyecto vital, una cuestión de amor propio y autodefinición, o una garantía de seguridad a largo plazo.
Como sugiere Daniele Linhart, coautor de Perte d’emploi, perte de soi, “estos hombres y mujeres no sólo pierden su
empleo, sus proyectos, sus puntos de referencia, la confianza de llevar el control de sus vidas; se encuentran asimismo despojados de su dignidad como trabajadores, de autoestima, de la sensación de ser útiles y de gozar de un puesto propio en la sociedad”. Así pues, ¿por qué habrían de respetar los empleados súbitamente descalificados las reglas del juego político democrático, si las del mundo laboral se ignoran de forma descarada?
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