Cuando la conciencia percibe en su seno la escisión entre finito e infinito, y busca el equilibrio en lo finito, aparece la desesperación. Sólo cuando el hombre se deja fundamentar en Dios, es salvado de la desesperación. El existente individual alcanza su yo auténtico al autorrealizarse como “único ante Dios”. Sin relacionarse con Dios, el hombre
puede seguir viviendo, pero sin espíritu. Pero esta nueva determinación del yo “ante Dios”, lo que Kierkegaard llama "yo teológico", es lo que hace que la desesperación sea pecado. Y justamente en el pecado descubre el yo su infinitud y la posibilidad de ser salvado de la desesperación.
Sólo Dios que se ha encarnado puede salvar al hombre de su desgracia. La etapa culminante de la existencia humana es el estadio religioso. El existente llega así a la interiorización máxima, el amor. Sólo si se entiende que Dios es amor, se puede comprender todo lo demás. Sólo un Dios amoroso puede explicarlo todo, desde la creación hasta la redención, desde el escándalo hasta la paradoja. En el amor se tocan el tiempo y la eternidad. Su origen es la eternidad, pero el amor se desarrolla en el tiempo. Por amor, Dios, el eterno, se hace temporal, se encarna. Por amor, el hombre, en el tiempo, se hace eterno. Las obras del amor, entonces, siendo temporales, tienen un valor eterno.
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