María Magdalena, “la que llorando salvó las manchas de sus crímenes y a partir de entonces fue preciosa para el Señor, celebrada por los siglos”. Arropada en la tradición, inserta en la lista de los pecadores arrepentidos, sin duda bajo la influencia de una homilía de Gregorio Magno, vemos surgir una figura que interesa en primer lugar a las mujeres. ¿Desde cuándo, pues, la celebran los siglos? La santa, tal como la venera Occidente, no existe de un modo unívoco en los Evangelios. En ellos se distinguen tres personajes femeninos que terminarán por dar nacimiento a la Magdalena, María de Magdala, de la que Jesucristo expulsa siete demonios, que sigue a éste hasta el Calvario y resulta ser el primer testigo de su resurrección; María de Betania, hermana de Marta y de Lázaro; y la pecadora anónima que, en casa del fariseo Simón, baña con sus lágrimas los pies de Cristo, los enjuga con sus cabellos, los cubre de besos, los unge con perfume. Había pasajes que permitían unir tal o cual de esas mujeres. Oriente se abstuvo de ello. Para Occidente, Gregorio Magno las fundió definitivamente en una sola, había nacido María Magdalena. Victor Saxer ha trazado magistralmente su ascenso, su aparición en el siglo VIII en los martirologios y la liturgia, las primeras menciones de sus reliquias en la abadía de Nuestra Señora de Chelles en la misma época. Pero el verdadero nacimiento del culto, que, al parecer, llegó del este, del Imperio, se asocia al éxito del santuario de Vézelay. En 1050, la abadía borgoñona, dedicada originariamente a la Virgen María, es puesta bajo el patronato de Magdalena. Y sobre todo, en esa época en que la piedad tiene tanta necesidad de apoyos sensibles, los monjes de Vézelay descubren tardíamente que eran los poseedores de la reliquia de la santa desde la noche de los tiempos.
Cristo recibe de buen grado su homenaje. Dividida entre la esperanza y el miedo, se convierte en “acusadora de sus pecados”, y es precisamente esa confesión lo que la salva. Más aún: se convierte a su vez en agente de redención, ella, “que ha curado no sólo sus heridas, sino las de muchos pecadores, y que no deja de curarlos cada día”.
El sermón atribuido a Odón de Cluny, al filo del año 1000, desvelaba así el papel de Magdalena en la economía de la salvación: “Esto se hizo para que la mujer que llevó la muerte al mundo no quedara en el oprobio; de la mano de la mujer, la muerte; pero de su boca, el anuncio de la Resurrección. De la misma manera en que María, siempre virgen, nos abre la puerta del Paraíso, del que la maldición de Eva nos ha excluido, así también el sexo femenino se libera de su oprobio por obra de Magdalena.” Geoffroy de Vendôme se inscribe en este movimiento, pero para dar aún más fuerza a la santa. Es “la piadosa lengua” que se convierte en “portera del cielo”; es ella, y no María, quien abre las puertas del Paraíso a todo penitente, siempre que éste consienta arrepentirse.
Roberto de Arbrissel y Vital de Savigny, bienaventurados fundadores de órdenes, se preocupan por la suerte de las verdaderas meretrices, quizá prostitutas profesionales, pero también mujeres de segundo rango rechazadas por sus maridos según el precepto de los clérigos reformadores, concubinas de sacerdotes condenados al anatema, todas aquellas sobre las cuales Pedro Damián había lanzado su maldición medio siglo antes. Vital las dota y las casa.En el siglo XV, la cabellera de la pecadora invade la pintura y la escultura. Los establecimientos destinados a acoger a las prostitutas arrepentidas bajo el vocablo de la santa se multiplican en todo el Occidente, escribe Jacques Dalarun (Boulogne-Billancourt, Francia, 1952), historiador, especialista en la Edad Media.
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