Agustín de Hipona había decidido desprenderse de su anterior estilo de vida; y todo con una exquisitamente humana ambivalencia de ánimo, que él mismo desvela en sus Confesiones. "La voluntad nueva que había nacido en mí, por la que deseaba servirte libremente y gozar de ti, mi Dios, sola y única alegría verdadera, todavía no tenía fuerzas para vencer la antigua voluntad que, con el paso del tiempo, se había hecho fuerte. Era así como esas dos voluntades mías, la vieja y la nueva, la carnal y la espiritual, luchaban entre sí, destrozando mi alma en su enfrentamiento. “Ahora”, “voy”, “un poco más”. Pero este “ahora” no tenía término y el “poquito más” se alargaba indefinidamente. Habían pasado muchos años de mi vida, doce, si mal no recuerdo, desde que leí, a mis diecinueve años, el Hortensio de Cicerón, que me había suscitado el deseo de la sabiduría. Pero seguía dejando pasar el momento de dedicarme a su investigación, renunciando a los goces del mundo. Ello me hubiera dejado libre para esa otra felicidad cuya búsqueda, no digo ya su descubrimiento, debería haber valorado por encima de todos los tesoros y reinos del mundo y de los placeres del cuerpo por abundantes y fáciles de conseguir que fueran. Pero yo había sido un joven desdichado, muy desdichado, sobre todo en mi primera adolescencia, cuando te pedí la castidad, diciéndote: “Dame la castidad y continencia, pero no ahora”. Temía que respondieras inmediatamente a mi petición y me curaras demasiado pronto de mi concupiscencia, que yo quería satisfacer más que apagar. Esa inercia producida por los malos hábitos de una vida anterior, y el deseo ferviente de pasar de esa vida a otra mejor, pero no ahora, es algo enteramente comprensible, aunque un adusto racionalista lo encuentre inconsistente". Es verdad que ese “pero no ahora” puede demorar sine die el momento de la gran operación de rescate moral, convirtiéndola incluso en una patética farsa en la que el autoengaño y la falta de voluntad celebran sus esponsales.
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