Bajo Carlos III (1759-1788), ministros como Pedro Rodríguez, conde de Campomanes, José Moñino, conde de Floridablanca, Gaspar Melchor de Jovellanos o el conde de Aranda abordarán con energía el proyecto de nacionalización del Estado. Reciben atención los símbolos. Ven la luz el himno y la bandera nacional. Las academias, fundadas décadas antes, se entregan a la tarea de fijar los cánones de una cultura nacional, definiendo la lengua que el pueblo debía hablar y cómo debía hacerlo, desenterrando las raíces del pasado común, y haciendo del arte el instrumento de su difusión. Las historias de la literatura rastrean la originalidad del alma hispana en cuanto se ha publicado en los siglos precedentes; sus clásicos se reimprimen una y otra vez; el teatro siembra patriotismo escogiendo temas y protagonistas en la historia de España, desde Ataúlfo a Guzmán el Bueno, desde Numancia a Pelayo. Se siembra, dice Luis Iñigo Fernández, entre los españoles una historia que olvida las diferencias y exalta lo compartido, que une en lugar de dividir.
Conde de Floridablanca |
En estas últimas décadas del XVIII existe un deseo consciente de hacer españoles, de unir a los viejos reinos en una única comunidad cívica atada con los sólidos lazos del amor patrio. Pero es un nacionalismo que no habla de raza, lengua y cultura, sino de amor a las leyes y felicidad común. Y tiene éxito. Nunca ha estado España más unida. Hay un verdadero nacionalismo español, manifiesta el historiador Luis Iñigo Fernández.
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