sábado, 28 de agosto de 2021

La España del siglo XVIII


En la España del siglo XVIII las malas cosechas vuelven de tanto en tanto con su inevitable cortejo de hambre, epidemias y muerte, robando así los años malos mucho del crecimiento de los buenos. La viruela, el cólera, el tifus o la fiebre amarilla han sustituido a la peste, pero no matan menos que ella. La higiene y la medicina no han mejorado. La vacuna solo llega a finales de siglo. La emigración continúa siendo la única válvula de escape. Porque, aunque las cosechas aumentaron, la técnica era la misma y los rendimientos también. Nuevos campos y nuevos cultivos, como la patata, permitieron alimentar más bocas. Pero cuando la población siguió creciendo, la agricultura se reveló incapaz de igualar su ritmo. Los precios empezaron entonces a subir, pero nadie estaba dispuesto a destinar capital a la tierra. Unos, los que la cultivaban, porque no lo tenían, y si lo pedían, podían perderlo todo, pues carecían de seguridad en la posesión de unas fincas que arrendaban a corto plazo. Otros, los que la poseían, nobles y clérigos en su mayoría, porque preferían destinar su dinero al lujo y la ostentación que les exigía su mentalidad aristocrática. Solo en Cataluña, donde los arrendamientos a largo plazo permitían al labrador arriesgar su dinero en la tierra, la agricultura empezó a progresar. Los rendimientos crecieron y una parte de ellos se invirtieron en manufacturas rurales que miraban al mercado americano. La mano de obra abundante, la proximidad de los puertos y el beneficio fácil hicieron el resto. La industria catalana creció y se diversificó. Del aguardiente se saltó al algodón. Llegaron máquinas inglesas y los productos bajaron su precio y aumentaron su calidad. En el resto del país el atraso agrario frenaba el despertar de la industria. Con excepción de los arsenales y las manufacturas de lujo crecidas a los pechos del Estado, no hubo industrialización, escribe el historiador Luis  Íñigo Fernández. 



El comercio colonial,dice Íñigo Fernández, libre al fin de la tiranía de las flotas, despega. Sus importantes beneficios enjugan el cuantioso déficit de la balanza de pagos, fruto de la compra de manufacturas y la venta de materias primas. Pero la libertad sola no basta. La agricultura y la industria no son capaces de producir más y más aprisa. Solo los catalanes aprovechan la oportunidad. En el resto del país, los barcos parten llenos de productos extranjeros que los españoles se limitan a revender.

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