El mismo día de su elección, Juan XXIII nombró a Tardini su secretario de Estado, a pesar de que era consciente de que éste, que había sido superior suyo, nunca había tenido buena opinión de sus capacidades. Una vez más demostró que sólo buscaba el bien de la Iglesia y no la satisfacción de su vanidad. Al final de su pontificado, dos semanas antes de morir, insistió en que había que servir al hombre en cuanto tal y no sólo a los católicos, en que había que defender en todas partes los derechos de la persona humana y no sólo los de la Iglesia católica.
A través de su trato y de sus actos, de sus palabras y de su talante, pretendió transformar en servicio pastoral y en obra de caridad la dignidad papal. La Iglesia se convertía en un espacio abierto a todos, y él era el padre común. Las relaciones personales con el patriarca Atenágoras y el encuentro con el arzobispo anglicano de Canterbury, Geoffrey Francis Fisher, inauguraron una época de diálogo y convergencia entre las Iglesias cristianas.
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