Stefan Zweig cuenta que un poeta que en un sombrío día de invierno describe, apoyado en el recuerdo, en sus versos, un paisaje primaveral iluminado por suaves rayos de sol y con árboles verdeantes, no se halla en ese instante con su alma dentro de sus cuatro paredes, ni junto a su mesa de escritorio. Ante su ojo no hay invierno, sino que ve con su mirada espiritual la clara primavera y siente sus vientos cálidos. En el momento en que Shakespeare escribió las palabras que hace decir a Otelo, no estaba espiritualmente en Londres, sino en la Venecia de un siglo atrás, y no vivía sus emociones propias, sino las de un hombre inventado, de Otelo, el moro, y sus celos. Es, pues, perfectamente natural que un poeta se olvide totalmente de sí mismo mientras con todos sus sentidos y pensamientos vive en un carácter imaginario. Y ese estado de la concentración absoluta, no es un elemento secundario de la creación, sino que constituye el elemento ineludible. El artista sólo puede crear su mundo imaginario olvidándose del mundo real.
Cierto día, un amigo de Balzac entró sin anunciarse en el estudio de éste. Balzac que estaba trabajando en una novela, dio media vuelta, se levantó de golpe, tomó
al amigo del brazo en un estado de suprema exaltación, y exclamó con lágrimas en los ojos: ¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto. Su visitante lo miró perplejo. Conocía bien a la sociedad de París, pero nunca había oído mencionar tal duquesa de Langeais, y en realidad, tampoco existía una duquesa de ese nombre; no era sino una de las figuras de la novela de Balzac, quien, en el instante de entrar el amigo, describía la muerte de aquélla. Tenía esa muerte tan presente como si la hubiera visto con sus propios ojos, y aún no había despertado de su sueño productivo. Sólo cuando se apercibió de la sorpresa de su visitante, se dio cuenta que se hallaba nuevamente en el otro mundo, en el de la realidad.
Balzac |
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