Cuenta Oriana Fallaci que la primera impresión que una mujer occidental recibe a su llegada a países rigurosamente musulmanes es, como en el Pakistán, la de ser la única mujer superviviente de un diluvio universal donde se han ahogado todas las mujeres del mundo. No ves ni una mujer en el autobús que te lleva a las ocho de la noche desde el aeropuerto al hotel. No ves ni una mujer en el vestíbulo del hotel, ni por las escaleras, ni en el ascensor, ni por el corredor que conduce a la habitación. Quien cuida de la limpieza de la habitación es un hombre. Quien plancha los trajes y pega los botones es un hombre. Quien te sirve en el restaurante es un hombre. La voz que contesta desde la central telefónica es la de un hombre. En suma, no encuentras una mujer a menos que se te ocurra salir a la calle. Por la calle las mujeres caminan dentro de la prisión
del purda, como fantasmas de una pesadilla. Y la pesadilla de estos paquetes de ropa sin rostro ni cuerpo ni voz te persigue por doquier, hasta que tú, mujer europea, dice Oriana Fallaci, con tu rostro al descubierto, y tus brazos al descubierto, y tus piernas al descubierto, te sientes desnudada por miles de ojos y expuesta a mil peligros. Son peligros inexistentes. Se infligen los más duros castigos a quien ose violar a una mujer, o seguirla, o decirle un cumplido galante. En las prisiones de Karachi, como en casi todas las prisiones de los países musulmanes, el verdugo se ejercita cada día en golpear con el látigo un astrágalo minúsculo que corresponde a cierta vértebra humana. Al reincidente del delito de agresión o molestias a una mujer no se le castiga con la pena de prisión, sino que se le aplica este golpe de látigo; un trallazo sobre la vértebra y el reincidente queda impotente de por vida. En los países del Islam el respeto a la mujer es absoluto. Y sin embargo ni en una mezquita, ni en un tranvía, ni en un cine, ni en una recepción, las mujeres pueden mezclarse con los hombres. En las recepciones los maridos muy modernos se presentan acompañados de sus esposas; pero apenas pisan el umbral del portal, ellos se dirigen al salón de los hombres, y las mujeres al reservado para ellas.
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