sábado, 30 de septiembre de 2017

El poder de autodestrucción.


En el centro de toda destrucción ocasionada en la Segunda Guerra Mundial se encuentra Alemania, cuyas ciudades sufrieron sin duda el perjuicio más completo de la guerra. Las fuerzas aéreas británicas y americanas destrozaron unos 3,6 millones de viviendas alemanas. En términos absolutos, el daño a dichos espacios fue casi 18 veces mayor que en Gran Bretaña. Según las cifras de la Oficina Estadística del Reich, Berlín perdió más del 50% de los locales habitables, Hanóver el 51,6%, Hamburgo el 53,3%, Duisburgo el 64%, Dormund el 66% y Colonia el 70%. Hay una sensación de desesperación absoluta en muchas de las descripciones de las ciudades alemanas en 1945. Dresde  se parecía a la cara de la luna, y los directores de planificación creían que se tardaría al menos 70 años en reconstruir. Munich estaba tan cruelmente arrasada que “realmente casi hacía pensar que el Juicio Final era inminente”. Berlín estaba “completamente destrozado, sólo había montones de escombros y esqueletos de casas”. Colonia era una ciudad “yacente, sin belleza, amorfa bajo los escombros y en la soledad de la derrota física completa”. Entre 18 y 20 millones de alemanes se quedaron sin hogar a causa de la destrucción de sus ciudades, manifiesta el historiador Keith Lowe.
21 de abril de 1945: Las tropas soviéticas entran a Berlín

Como expresó un militar británico, los montones de escombros constituían “un monumento al poder de autodestrucción del hombre”. Para cientos de millones de personas era un recordatorio de la barbarie que presenció el continente y que podría resurgir en cualquier momento. 

El novelista Hans Erich Nossack describió el periodo
bombardeo de Hamburgo 
posterior al bombardeo de Hamburgo en 1943: “Oh, mientras traía a la memoria el viaje por aquella carretera que llevaba a Hamburgo, sentí el impulso de parar y dejarlo. ¿Por qué seguir? Quiero decir, ¿por qué ponerlo todo por escrito? ¿No sería mejor entregarse al olvido para siempre?”. Y sin embargo, como el propio Nossack comprendió, los testigos presenciales y los historiadores tienen la obligación de registrar este tipo de sucesos, aunque sus intentos por darles sentido están por fuerza condenados al fracaso.

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