lunes, 4 de septiembre de 2017

No duró mucho el ambiente de exaltación con que se inauguró la II República.

 Maciá proclamó la República catalana
Daba la II República sus primeros pasos en un ambiente de exaltación y júbilo. No duró mucho este ambiente jubiloso y la afirmación de que se había producido un cambio fundamental en la historia de España sin romper un cristal. Los sucesos de mayo en Madrid (quema de conventos, agresiones al periódico monárquico ABC) empezaron a dar a la República el perfil agrio y triste que lamentaba Ortega. La situación adquirió especial gravedad en Barcelona y Sevilla; en la capital catalana porque, apenas conocido el resultado de las elecciones, Maciá proclamó la República catalana y fue precisa una intervención urgente de Madrid para que se agregara dentro de la República Federal Española. 


En Sevilla, la Exposición Iberoamericana había dejado como legado (igual que la Exposición de Barcelona) bellos edificios, pero también una grave herencia social. Al terminar las obras quedaron en paro miles de obreros; se había anunciado un porvenir esplendoroso sin ningún fundamento, porque la exhibición de obras de arte no genera puestos de trabajo. La vieja tradición anarquista de la capital andaluza resurgió con tal potencia que los problemas sociales de Sevilla (ampliables a una vasta zona de Andalucía) fueron grandes quebraderos de cabeza para los dirigentes republicanos. Otro inicial error fue la creencia de que el aplastante triunfo republicano era un hecho consumado, irreversible. No se daban cuenta los triunfadores de la cantidad de mesianismo y novelería que habían intervenido en los acontecimientos de abril de 1931; tanto mayor fue su desconcierto cuando las elecciones de noviembre de 1933 pusieron de manifiesto un cambio de tendencia. Otras torpezas habría que cargar en la cuenta de los vencedores, sobre todo en materia religiosa y en el tratamiento de la cuestión obrera. Y no dejó de parecer mezquina la medida de confiscar al ex rey una fortuna personal obtenida por medios legales. Estos síntomas inquietaban a los observadores independientes, manifiesta el historiador Domínguez Ortiz, de los que había muchos entre las filas, muy densas, de la intelectualidad. Unos se
Julián Besteiro
entregaron o mantuvieron desde el principio, sin reservas, bien al Partido Socialista, como Julián Besteiro o Fernando de los Ríos, o al republicanismo burgués que tenía en don Manuel Azaña su más eximio representante; otros (Unamuno, Marañón, Ortega y otros) pronto se situaron en posiciones críticas y se dieron cuenta de que, aunque la República les reservaba embajadas y otros honores, el poder efectivo caía en manos de hombres mediocres, de ampulosos oradores o de extremistas, y que en sus manos inexpertas podía disiparse todo el caudal de buena voluntad que en ellos había depositado el pueblo español. ¿Cómo podía, por ejemplo, justificarse el cambio de la bandera bicolor por la tricolor que a la mayoría de los españoles no les decía nada? De pronto se encontraron con que la bandera de España se había convertido en la bandera monárquica y que ese gesto inútil daba lugar a incidentes y resentimientos que no había ninguna necesidad de haber provocado, dice Domínguez Ortiz.

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