No es la propiedad la que debe responder de la desoladora desigualdad que constatamos en el mundo, sino su principio opuesto, la expoliación. Que es la que ha desencadenado en nuestro planeta las guerras, la esclavitud, la servidumbre, el feudalismo, la explotación de la ignorancia y la credulidad públicas, los privilegios, los monopolios, las restricciones, los préstamos públicos, los fraudes mercantiles, los impuestos excesivos y, por último, la guerra al capital y la absurda pretensión de vivir y desenvolverse cada uno a expensas de todos. Es decir, la armonía depende de la ley; ésta debe defender la libertad y la propiedad, no vulnerarlas, como lo hará si potencia nuestros peores intereses: si no interviene la política y la legislación, orientaremos nuestros intereses para beneficiarnos a nosotros mismos y los demás, pero si podemos emplear el aparato institucional y jurídico en nuestro provecho y a expensas del prójimo, lo haremos y nos dedicaremos al expolio.
Adam Smith dijo en sus lecciones que una presión fiscal exorbitante que recaudara “la mitad o incluso la quinta parte de la riqueza de la nación justificaría, como cualquier otro flagrante abuso de poder, la resistencia del pueblo”.
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