El turista necesita volver a ver las fotos para recordar dónde estuvo; se le ha olvidado la sensación, el escalofrío, el picor o la dulzura de la comida, la resonancia de las palabras, la cadencia de la música. Los lugares son meras escenografías, decorados más o menos bellos, pero no los ha habitado. El viajero, en cambio, ha vivido ahí horas o meses, no importa, pero es el lugar el que se le ha metido bajo la piel y ya nunca lo abandonará. Aun si no recuerda con precisión los extraños nombres de los sitios, ellos y lo que contienen le han dejado una marca, trabajan en su interior y se entretejen con la vida cotidiana al regreso de su travesía. El turista pasa, el viajero habita, dice Diana Sperling.
Walter Benjamin escribe que la mejor manera de conocer una ciudad es perderse en ella. Correr el riesgo de entrar por callejuelas apartadas, investigar pasajes oscuros, explorar, sin la urgencia de llegar a ningún lado y sin la culpa de haber escogido un trayecto erróneo.
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