La ayuda de la técnica ha llevado a conseguir inseminaciones pagadas con fondos públicos a mujeres lesbianas “porque tienen derecho a ser madres” y están en marcha los vientres de alquiler para los homosexuales con deseos de paternidad. Al margen de la gran cantidad de conflictos éticos y bioéticos que se provocan, que van desde el abandono de miles de embriones humanos, la cosificación del menor como bien de consumo y la utilización de la mujer, la evolución técnica ya ha dado un paso más y se envía semen crionizado para que la mujer pueda iniciar un estado de gestación sin pareja masculina y desde su casa. Lo próximo serán úteros artificiales para sustituir la labor femenina. Algo semejante aparecía en algunas novelas de ciencia ficción dónde la creación de vida, al margen de las personas individuales y las figuras de padre y madre, pertenecía a un ente supraestatal omnipotente, quien creaba seres humanos de forma industrial en úteros artificiales. Si bien aún estamos lejos de los avances tecnológicos en la disgregación de sexo, amor y procreación que aparecían en esas distopías, de lo que no estamos lejos es de los valores éticos y morales de las sociedades que reflejaban. En esas sociedades deshumanizadas, también la muerte estaba en manos de un supraestado que decidía el momento final de esos seres despojados de familia, afectos profundos, lealtades personales y dignidad humana. Entre toda esta maraña de derechos e intereses se olvida el derecho del menor a saber su procedencia, a contar en su formación con referentes de ambos sexos, a disfrutar del afecto y la educación por parte de ambos progenitores. El derecho a que le sea preservado, garantizado o creado un contexto que le facilite la estabilidad psicológica y los beneficios de un entorno lo más biológicamente natural posible y a no ser convertido en moneda de cambio, objeto de deseo o mercancía con código de garantía. Sin embargo, todos los neoderechos se anteponen a ese derecho a una familia natural, a un padre y una madre, que debería ser simplemente lo que siempre ha sido, un hecho, escribe Alicia Rubio.
Afirma María Lacalle, que la consigna de la ideología de género es abolir la familia, porque ahí se vive la masculinidad y la feminidad, la paternidad y la maternidad, porque se busca dejar a los menores (y a los hombres y mujeres adultos) desprotegidos, vulnerables, adoctrinados, carne de la industria del género y a disposición del mejor postor. Se busca destruir la familia, concretamente una, la nuestra. Y es muy probable que muchas personas estén colaborando, sin saberlo, a esta destrucción. No es el caso de muchos activistas de los lobbies, que son perfectamente conscientes de lo que persiguen. Pedimos el derecho a casarnos no como una forma de adherirnos a los códigos morales de la sociedad, sino de desbancar un mito y alterar radicalmente una institución arcaica de la familia. La acción más subversiva que pueden emprender los gays y lesbianas es transformar por completo la noción de familia, manifiesta Michael Signorile, homosexual y escritor.
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