No hay una relación positiva e inequívoca entre el crecimiento económico estadísticamente comprobable y el estándar de vida experimentado de hecho. El crecimiento de cualquier magnitud, incluso el alto, no necesariamente se traduce en una mejora vital. En el caso de varios países europeos se ha constatado que, durante la Edad Moderna, los salarios reales se redujeron a la par que se incrementaba la riqueza material del conjunto de la sociedad; tuvo que darse un colosal proceso de inversión a largo plazo por el que los ricos se hacían más ricos, y los pobres, más pobres. Tampoco existe ninguna conexión directa entre los ingresos y otros aspectos de la calidad de vida. Durante el siglo XIX, a medida que los ingresos de los japoneses iban aumentando lentamente, cada vez más consumidores podían permitirse el arroz descascarillado, blanco y pulido, más caro y con más prestigio asociado. Pero entonces emergió el problema de la pérdida de las vitaminas contenidas en la cáscara. Así, incluso algunos miembros de la familia imperial fallecieron por beriberi, producido por la falta de vitamina B1; era un peligro del bienestar. Algo similar vale para la relación entre el consumo de azúcar y la salud dental. Según la experiencia histórica, no hay suficientes pruebas de que el bienestar económico se traduzca automáticamente en una mejora de la calidad de vida biológica, escribe Jürgen Osterhammel, profesor emérito de la Universidad de Konstanz.
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