Mahoma fue, sobre todo, un gran jefe de hombres, lo que hoy llamamos líder. Conocía a su gente y supo darle lo que ellos ambicionaban en la vida y en la muerte. Una teología fácil de comprender para cualquiera. Un solo Dios (Alá), que se llama así, en árabe. Dios = Alá. No hay más Dios que Dios (Ylla Allaji ulla allaji), repitiendo, pues, la palabra. Ese dios es comprensivo, y a los que lleven una vida medianamente buena les concederá llegar al paraíso, donde el sensual beduino encontrará huríes de ojos negros que cuiden de sus deseos, y el sediento hombre del desierto, árboles que le den sombra y ríos de leche y de miel. Para que con ese paraíso no ocurra que tarde demasiado en llegar, los creyentes tienen derecho, desde ahora, a tener cuatro mujeres legítimas y todas las concubinas que puedan mantener. De vez en cuando hay leves restricciones; algunas dictadas por razones higiénicas, el vino o el cerdo, ambos perniciosos a la temperatura en que vive normalmente el beduino, al que se le obliga también, de vez en cuando, a lavarse (las abluciones) para purificarse. Y el Ramadán, o cuaresma musulmana, en la que no podría comer o beber desde el nacimiento del día a la caída de la tarde, ni acercarse a sus esposas en ese tiempo, aunque puede recuperar ampliamente lo perdido durante las horas nocturnas. Al beduino le gusta la guerra, y Mahoma le da, como razón de su vida, la guerra. Hay que propagar el Islam, la salvación, la salud (los árabes de hoy se encuentran todavía con Salam aleikum, la salud para ti). Los que se nieguen a cosa tan natural como convertirse a la verdadera y única fe, deben ser destrozados con el acero. “Os ha sido prescrito el combatir aunque tengáis aversión a hacerlo. Matadles dondequiera que les encontréis”. (Corán, sura 2.) Claro que si los infieles se convierten hay que aceptarles como hermanos. También pueden someterse al vencedor sin convertirse, y entonces pagarán un impuesto especial. Con esas fórmulas tan fáciles de comprender, sacando de la creencia judía y la cristiana los elementos más simpáticos (Abraham, Jesús son profetas aunque no tan importantes como Mahoma), escribe el historiador Fernando Díaz-Plaja.
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