La política se ha diluido hasta convertirse en la mera gestión de problemas. Los votantes cambian su voto no porque los partidos sean muy diferentes, sino porque es casi imposible distinguirlos, y lo que ahora separa a la izquierda de la derecha es un punto porcentual o dos en los impuestos sobre la renta. Lo vemos en el periodismo, que retrata la política como una competición donde lo que está en juego no son ideales sino carreras. Lo vemos también en el ámbito académico, donde todo el mundo está demasiado ocupado escribiendo como para leer, demasiado ocupado publicando como para debatir. De hecho, la universidad del siglo XXI se parece más que a ninguna otra cosa a una fábrica, y lo mismo puede decirse de nuestros hospitales, escuelas y cadenas de televisión. Lo que cuenta es lograr los objetivos. Se trate del crecimiento de la economía, de los índices de audiencia o de las publicaciones. De forma lenta pero segura, la calidad está siendo remplazada por la cantidad, escribe el historiador holandés Rutger Bregman.
Rutger Bregman |
Si nuestros abuelos aún seguían los preceptos impuestos por la familia, la Iglesia y la nación, nosotros seguimos los dictados de los medios, el marketing y un Estado paternalista. No obstante, pese a ser cada vez más parecidos, hace mucho que superamos la época de los grandes colectivos. La pertenencia a partidos políticos y sindicatos ha caído en picado y la tradicional línea divisoria entre derecha e izquierda tiene ya escaso significado. Lo único que nos preocupa es resolver problemas, como si la política pudiera externalizarse a consultores de gestión, añade Bregman. “Las mejores mentes de mi generación se dedican a pensar en cómo lograr que la gente haga clic en anuncios”,se lamentaba un antiguo genio matemático de Facebook.
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