Para que un pueblo esté constituido, no basta que ese pueblo tenga un código fundamental, que él mismo se haya dado por medio de sus legítimos representantes. No basta que en ese código estén consignados los derechos del pueblo, y los de los ciudadanos, las garantías políticas que dan estabilidad a un gobierno, procurándole el concurso activo de toda la sociedad, y alejando hasta el menor peligro de tiranía o despotismo; no basta, en fin, que una nación haya dado su consentimiento para establecer como ley suprema esa Constitución; ni aún más, que haya luchado por ella hasta verla triunfante. Es preciso, necesario, indispensable, para que un pueblo teniendo una Constitución esté verdaderamente constituido, que comprenda esa Constitución; que tenga fe en que ella basta para hacerle feliz, que ame los principios que forman su base, que estime en todo su valor las consecuencias que de esos principios lógicamente se deducen, que sea celoso de los derechos que en ella hizo grabar y que tenga la energía y el valor necesarios para no permitir que se convierta ese código en una ley que nadie cumple, y en una especie de logogrifo que los poderosos pueden, a su gusto, interpretar de la manera que mejor les convenga.
Una Constitución que está sujeta a que el gobierno de un país la observe o no, sin temer las consecuencias de una transgresión por escandalosa que ella sea, equivale a una de tantas obras que en el mundo se han publicado, para dar a los gobernantes consejos que ellos ni piden, ni quieren, ni se tomarán el trabajo de seguir. La suprema ley de un pueblo necesita una sanción suprema también; no la que da un gobierno, ni la que tienen todas las leyes, dada por el poder público, y expresada por medio de una fórmula más o menos enérgicamente redactada; no, sino la sanción del pueblo mismo, manifiesta en su voluntad, inquebrantable, de guardar aquella Constitución, y hacerla guardar a sus gobernantes de grado o por fuerza; porque el pueblo no protesta guardar esa Constitución, sino que a él como soberano es a quien le prometen sus representantes en toda la esfera administrativa respetar y obedecer la ley suprema que no es más que la voluntad del pueblo, expresa el jurista y escritor mexicano Vicente Riva Palacio.
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