La Comisión de Juristas de La Haya, que entre diciembre de 1922 y febrero de 1923 había abordado la cuestión de los bombardeos sobre las ciudades, no había llevado más que a un proyecto de normativa sobre guerra aérea que nunca llegó a ratificarse y que, por tanto, no era vinculante. Sin embargo, en junio de 1938, Chamberlain había emitido unas directrices al Mando de Bombardeo en las que establecía que “los bombardeos sobre civiles como tales son contrarios a la ley internacional, así como llevar a cabo ataques deliberados contra la población civil, los objetivos deben ser objetivos militares legítimos”. En 1917, como ministro de Municiones, Churchill había manifestado su escepticismo respecto al impacto de los bombardeos sobre la moral ciudadana, argumentando que los alemanes eran tan capaces de soportarlos como los británicos. En 1940, como primer ministro, expresó sus objeciones éticas en relación con los ataques a civiles y rechazó de plano la sugerencia de que había que fusilar a los pilotos alemanes que aterrizaran en paracaídas. En octubre de ese mismo año, mientras tomaba un oporto en la sala de fumadores de la Cámara de los Comunes, uno de sus admiradores del grupo parlamentario conservador abogó por el bombardeo sin restricciones de Alemania, del que supuestamente era partidario el público británico. Churchill le miró por encima de su vaso y dijo: “Estimado amigo, esta es una guerra militar, no civil. Usted y otros pueden estar a favor de bombardear a mujeres y niños. Nosotros deseamos, y nuestro deseo se ha cumplido, destruir objetivos militares. Aprecio mucho su punto de vista. Pero mi lema es antes la obligación que la devoción”.
El 8 de marzo de 1941, el líder de la Francia Libre, Charles de Gaulle, el primer ministro Robert Menzies de Australia, la hija de Churchill, Diana, y el yerno de este, Duncan Sandys, se encontraban entre los invitados a una cena en Downing Street. Sandys mostró una actitud “sanguinaria” respecto a los alemanes. Quería arrasar el país, incluidas sus bibliotecas, para que “la próxima generación fuera analfabeta”. Churchill le respondió que a él no le conmovían las palabras de Duncan. No creía en naciones parias, y no veía alternativa a la aceptación de Alemania como parte de la familia europea. En caso de invasión, él no aprobaría que la población civil asesinara a los ocupantes alemanes. Y menos aún las atrocidades contra la población alemana en caso de que se estuviera en situación de cometerlas. Citó un incidente ocurrido en la Antigua Grecia, cuando los atenienses perdonaron a una ciudad que había masacrado a algunos de sus ciudadanos, no porque sus habitantes fueran hombres, sino “por la naturaleza misma del hombre”. Más adelante, ante la implacable evidencia de la barbarie alemana, modificó su postura, pero merece la pena señalar cuál era su punto de partida moral. Buen ejemplo de ello fue la táctica alemana de dejar caer minas aéreas sobre Londres y otras ciudades a partir del 16 de septiembre de 1940. Inicialmente diseñadas para ser lanzadas en paracaídas sobre el mar para hundir barcos, aquel día cayeron sobre el barrio de Wandsworth, con una carga explosiva de 500 kilos, causando una terrible devastación. En una nota al general Pug Ismay, Churchill ordenó los preparativos para llevar a cabo una represalia “proporcional” con armas similares.
Fuente:Combate moral del historiador Michael Burleigh
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