Los niños que no dedican en su infancia mucho tiempo al juego no maduran adecuadamente. “El juego, escribe la filósofa Mónica Cavallé, les es tan útil e imprescindible como el alimento. El niño al que se inculca una mentalidad instrumental impropia de su edad, porque la pobreza del entorno le ha forzado al trabajo duro, porque unos padres ambiciosos pretenden hacer de él un superdotado y le someten a un aprendizaje estresante cuya meta es la obtención de resultados en el futuro, o por contagio de un entorno excesivamente serio que no valora ni respeta su tendencia espontánea al juego, no crece adecuadamente. El niño educado para ser un superdotado, si a lo largo de su desarrollo no tiene una sana reacción de rebeldía, probablemente llegue a ser un mediocre instruido, rígido, de personalidad incolora, carente de genuina creatividad. El pequeño que juega no lo hace para crecer y madurar; juega porque sí. Pero dicho juego, precisamente porque en él el medio y el fin son indisociables, es el espacio en el que se da su óptimo crecimiento y desarrollo. Más aún, también las actividades orientadas a su formación y educación solo pueden ser plenamente eficaces si son vivenciadas por él como un juego, como placenteras y llenas de sentido en sí mismas, y no como algo arduo y aburrido que, según oye, le será de provecho en el futuro”.
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