Pilatos interroga a Jesús. Naturalmente, su idea del reino espiritual se le antoja más bien fantasiosa, pero perfectamente inofensiva. Por otra parte, el acusado no parece ni violento ni fanático; tiene prestancia, se expresa sobriamente. Pilatos está impresionado favorablemente por su serena dignidad; pronto le resulta evidente que Jesús es totalmente inocente de los crímenes que se le imputan. Pilatos lo repite varias veces: “No encuentro ninguna culpa en este hombre”. Pero los acusadores exigen su muerte, y el evangelista añade que al oír los gritos de la multitud “Pilatos se quedó más espantado que nunca”.
Pilatos tiene miedo, no quiere cargar con un nuevo motín; sería el fin de su carrera. En el curso del interrogatorio, cuando Pilatos pregunta a Jesús por sus actividades, éste le responde: “Yo para esto he venido a este mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz”. A lo que Pilatos replica: “¿Y qué es la verdad?”. También él es un hombre educado, un romano cultivado; ha viajado, ha visto mundo, ha leído a los filósofos; a diferencia de ese hombre sencillo, de ese carpintero provinciano, sabe que hay muchos dioses y muchas creencias bajo el sol… Pero, ¡cuidado! Cada vez que la gente se pregunta “¿Qué es la verdad?”, normalmente es porque tiene la verdad delante de las narices, pero resultaría muy incómodo reconocerlo. Y también, en contra de su convencimiento íntimo, Pilatos cede a la voluntad de la muchedumbre y le entrega a Jesús para que sea crucificado. El problema para Pilatos no era determinar si Jesús era inocente o no. Esta cuestión era fácil de zanjar. No, el verdadero problema es que, a fin de cuentas, como todos nosotros, la mayor parte del tiempo, tenía la verdad delante de las narices, pero prefirió lavarse las manos. (La felicidad de los pececillos de Simon Leys)
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