Sepulcro del Cardenal Cisneros |
En las universidades de mediados del siglo XVI y el XVII las ceremonias internas eran reseñables, sobre todo a la hora de adquirir el doctorado. Como si fuese un caballero, el estudiante pasaba la noche antes de la presentación de su tesis velando los libros, ayudándose además con supersticiones como la de colocar los pies sobre la tumba de Juan Lucero. Esta era costumbre de los estudiantes de Salamanca que suponían que así adquirían la sabiduría de este obispo. En Alcalá, otro ejemplo, se tomaban trocitos de piedra del sepulcro del Cardenal Cisneros como amuleto que ayudaba en la presentación de la tesis. Llegada la prueba, el lance no era nada sencillo. Toda la defensa se hacía en latín y en presencia de todos los profesores y alumnos que quisiesen asistir, con el consiguiente alboroto. Cada miembro del tribunal sometía al alumno a una pregunta y este tenía que responder con la suficiente entereza como para no caer ante el acoso de otros dos profesores que hacían la función de ángel y demonio tratando de ponerle nervioso y confundirle. Si suspendía (como fue el caso de San Ignacio de Loyola), era sometido a todo tipo de burlas. En la Complutense, por ejemplo, se le ponía unas orejas de asno y se le sacaba por la puerta de los burros. Después recibía la llamada nevada alcalaína, consistente, como dice Quevedo, en una desagradable lluvia que consistía en “aparejar a gargajos” al pobre suspenso. En el caso de tener éxito, la cosa podía ser aún peor, ya que por tradición los alumnos aprobados estaban obligados a invitar a una fiesta monumental al tribunal examinador. En el convite no podía faltar un toro que lidiar y un buen guiso hecho con la carne del lidiado. Y aunque pareciese que el tribunal aprobaba o suspendía en función de la fiesta posterior, en ocasiones también pasaban alumnos pobres, que se veían en la obligación de mendigar para conseguir el dinero suficiente para sufragar el “exceso”. Pedían con un gorro, por lo que nació el popular apodo de “gorrones”. Finalmente, con la sangre del toro como pigmento se pintaban los “Vítores”, aún visibles hoy en universidades como la de Baeza. Las pintadas conmemoraban los estudios del alumno que por fin alcanzaba a doctorarse.
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