Cuenta Martin Kemp en su libro El arte en la historia que “el régimen de Napoleón produjo en Europa más convulsiones que cualquier gobierno anterior. Roma había invadido territorios más extensos, y la Reforma hizo tambalear las instituciones eclesiásticas y monárquicas en toda Europa. Los españoles, representados por los emperadores del Sacro Imperio Romano, fomentaron el conflicto imperial en los siglos XVI y XVII. Pero el veloz y potente poder con que Napoleón persiguió sus ambiciones mediante la guerra moderna no tenía precedentes. España representaba el extremo más occidental de las conquistas de Napoleón. Mediante un subterfugio diplomático, en 1807 España permitió la entrada voluntariamente a unos veintitrés mil soldados franceses. Un factor que contribuyó al éxito de Napoleón fue que se le considerase un pensador moderno, liberador de pueblos oprimidos por monarquías anquilosadas. Este sentimiento era compartido en parte por el pintor Francisco de Goya, que había alcanzado una elevada posición al servicio de Carlos IV, al mismo tiempo que satirizaba los valores obsoletos de la sociedad española. Pero la bienvenida a Napoleón duró poco, en vista de los acontecimientos de mayo de 1808. El 2 de mayo, a una revuelta contra los franceses siguieron duras represalias. Se emitió una proclama: “La sangre francesa ha sido derramada; clama venganza. Todos los que han sido arrestados en el alboroto y con las armas en la mano serán fusilados”. La subsiguiente carnicería de ciudadanos españoles precipitó una lucha que duró cinco años de guerra de guerrillas. Cuando los gobernantes franceses fueron expulsados finalmente en 1814, Goya se ofreció a “perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones o escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa”. Así pintó los combates urbanos del 2 de mayo y una escena de los fusilamientos del día siguiente. Muchos pintores habían representado antes acontecimientos contemporáneos, pero ninguno se había acercado a la crítica electrizante que se manifiesta en el segundo de los lienzos de Goya. Estamos en un terreno baldío a las afueras de Madrid. Han traído a los insurgentes desde la ciudad hasta un montículo de tierra clara, ya manchada de sangre. El resplandor de un farol cuadrado ilumina la matanza. Los soldados, anónimos en su inhumanidad, se comportan como autómatas asesinos. Sus mosquetes extendidos, con afiladas bayonetas plateadas, apuntan al pecho de la siguiente víctima; un mártir-campesino aterrorizado, vestido de blanco y oro, con los brazos abiertos como san Andrés en su cruz diagonal. Un estigma en la palma de la mano derecha refuerza la alusión sacra. Un monje tonsurado y harapiento reza con rígida intensidad. Algunos miran con desatado terror, otros no pueden ni mirar. Los vivos van a unirse al montón de cadáveres apilados. Es Madrid en 1808, pero podrían ser muchos otros lugares, pasados y presentes.”
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