Entre las órdenes religiosas ninguna dedicó tanta atención al libro como la de los benedictinos. El propio San Benito, cuenta el historiador danés Svend Dahl, fundó en 529 el monasterio de Monte Cassino en Italia y en las reglas de la Orden se concede una gran importancia a la lectura; los monjes debían pasar su tiempo libre leyendo y a una pareja de los veteranos estaba encomendada la vigilancia del cumplimiento de este deber. San Benito se refería con ello a la literatura religiosa y no a la profana; pero en muchos monasterios benedictinos, como después proliferaron por toda Europa en la segunda mitad del siglo VI, luego de la fundación, por su discípulo Mauro, del monasterio de St. Maur-sur-Loire en la Galia, se cultivó el estudio y la copia de los autores clásicos paralelamente a las lecturas edificantes. No fue en realidad el interés por la literatura clásica lo que llevó a los monjes a dedicarse a ella, sino la necesidad de conocer el griego y el latín para leer la literatura eclesiástica; la literatura clásica era un medio para ejercitar la práctica de esos idiomas.
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