Hacia el final del régimen de Franco, la mayoría de sus políticos creían la democracia posible y necesaria. No había una idea teóricamente fundamentada al respecto ni sobre el alcance y concreción del nuevo régimen, pero parecía obligado homologarse al resto de Europa occidental. Por lo demás, escribe Moa, el franquismo había creado inmejorables condiciones al efecto. Olvido de los odios de la república y una grande y sostenida prosperidad con una amplia clase media, por primera vez desde la invasión napoleónica. De modo que un rey nombrado por Franco, unos jefes de gobierno y ministros procedentes del régimen y unas Cortes franquistas decidieron la transición “de la ley a la ley”, desde la legitimidad franquista a la democrática. Un cambio definido como reforma, aunque desmantelaría el aparato del régimen anterior.
El franquismo no había tenido oposición democrática apreciable. Cuando los presos políticos salieron a la calle en las amnistías de la Transición no eran más que unos 300, casi todos ellos comunistas o terroristas, dice el historiador Moa. Aunque la oposición alzaba la bandera de las libertades, su carácter quedó en evidencia repetidamente, como en relación con la visita de Solzhenitsin a España en 1976. El autor ruso, uno de los grandes testigos contra la barbarie totalitaria, expuso en televisión las profundas diferencias entre el régimen de Franco y el soviético. Como reacción, los antifranquistas lo cubrieron de injurias por haber criticado a la Unión Soviética. En el festival de insultos participaron intelectuales de derechas como Cela o Jiménez de Parga, y un señalado escritor progresista, no comunista, Juan Benet, lamentó desde una revista que se hubiera dejado escapar del Gulag a gente como Solzhenitsin.
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