El fascismo fue destruido como ideología viviente por la II Guerra Mundial. Se trató por supuesto de una derrota a un nivel muy material, pero significó también una derrota de la idea. Lo que destruyó el fascismo como idea no fue la repulsa moral universal en su contra, pues mucha gente estaba dispuesta a respaldar la idea en tanto que parecía la tendencia del futuro, sino su falta de éxito. Después de la guerra, a la mayoría de la gente le pareció que el fascismo alemán, así como sus otras variantes europeas y asiáticas, estaban abocados a la autodestrucción. No había ninguna razón material por la que no hubiesen podido volver a brotar nuevos movimientos
fascistas después de la guerra en otros lugares, salvo por el hecho de que el ultranacionalismo expansionista, con su promesa de un conflicto interminable que conduciría a una derrota militar desastrosa, había perdido por completo su atractivo. Las ruinas de la cancillería del Reich, así como las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, acabaron con esta ideología tanto a nivel de la conciencia como en el aspecto material, manifiesta el politólogo Francis Fukuyama.
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