En los Estados Unidos, la concentración de poblaciones socialmente marginadas en enclaves deprimidos, ecológica y políticamente aislados del resto de la sociedad, ha fomentado una explosiva creatividad cultural como desafío al racismo y a la subordinación económica. Esta cultura callejera de resistencia no es un universo consciente o coherente de oposición política. Por el contrario, es un conjunto espontáneo de prácticas rebeldes que se ha forjado paulatinamente como un modo, un estilo, de oposición. Irónicamente, a través del mercado de la música, la moda, el cine y la televisión, la sociedad convencional
suele absorber estos estilos antagónicos, y los recicla como cultura popular. En efecto, algunas de las expresiones lingüísticas elementales con las que la clase media norteamericana se refiere a la autoestima (tales como cool, square o hip) se acuñaron en las calles de la inner city.
La búsqueda de los medios necesarios para hacer uso y abuso de narcóticos configura la base material de la cultura callejera contemporánea. Esto la hace mucho más poderosa y atractiva de lo que lo fue para generaciones anteriores. El comercio ilegal que ella supone, sin embargo, arrastra a la mayoría de sus participantes hacia una vida de violencia y adicción. Por lo tanto, y paradójicamente, la cultura callejera de resistencia interioriza la rabia y organiza la destrucción de sus participantes y de la comunidad que los acoge, escribe el profesor Philippe Bourgois. En otras palabras, pese a que la cultura callejera surge de una búsqueda de dignidad y del rechazo del racismo y la opresión, a la larga se convierte en un factor activo de degradación y ruina, tanto personal como de la comunidad.
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