Para el cristianismo, quizá no por casualidad, se presenta a Judas, el traidor de Jesucristo, como un suicida. Es el extremo de la degradación a la que conduce el pecado. Escribe Vittorio Messori que “la condena del suicidio fue tan explícita que en la cristiandad medieval se castigaba a quien salía vivo del intento de darse muerte igual que a un homicida. Los códigos penales del Occidente moderno han eliminado el intento de suicidio de la lista de crímenes, a excepción del derecho inglés, también aquí la Gran Bretaña permanece anclada en la Edad Media y procesa al frustrado suicida bajo la acusación, de antiguas reminiscencias, de “felonía contra sí mismo”. En resumidas cuentas, de cobarde. En cuanto a aquellos que lamentablemente hubieran logrado llevar a cabo su propósito autodestructivo, la sanción consistía en la privación de todas las exequias religiosas y de otros oficios fúnebres de carácter público. Eso sí, siempre que no quedase probado de manera irrebatible que el suicida era presa de una grave perturbación psíquica en el momento de cometer ese acto desesperado. Pero este factor no se daba por descontado en todos los casos, como ocurre en la actualidad”.
Romano Amerio ve en ello una de las “variaciones” estructurales introducidas por los sacerdotes actuales y recuerda que “la doctrina católica reconocía en el suicidio una triple falta. Un defecto de fortaleza moral, ya que el suicida cede ante la desventura; una injusticia porque pronuncia contra su persona una sentencia de muerte contra su propia causa y sin estar cualificado; una ofensa a la religión, ya que la vida es un servicio divino de cuyo cumplimiento nadie puede eximirse por su cuenta”.
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