Milicianos republicanos fusilando la estatua del Sagrado Corazón, en el Cerro de los Ángeles |
Los fieles de la Iglesia Católica durante la República no eran atacados como personas sino como símbolos de una institución opresora. Que un sacerdote fuera caritativo, o estuviera enfermo, o ejerciera de maestro, o fuera un erudito, o por su edad estuviera retirado… nada lo eximía de ser asesinado. Acaso, en el ejercicio de una lógica perversa, estas condiciones podían llegar a ser un agravante porque cuanto más sabio, anciano o generoso fuera o hubiera sido, más culpable debía ser considerado por haber puesto su tiempo o sus facultades al servicio de la alienación del pueblo.
Solidaridad Obrera, en relación con la persecución religiosa, en un texto editorial publicado el 22 de enero de 1937: “Hemos hecho una policía general de sacerdotes y parásitos; hemos echado fuera a los que no habían muerto con las armas en la mano, de manera que no puedan volver nunca más. Hemos hecho justicia de las ridiculeces y fingida caridad de la Iglesia y de los clérigos, los cuales, presentándose como apóstoles de la paz, habían quemado a los hijos del pueblo a favor de los grandes monopolizadores de la riqueza y de los secuestradores de la libertad. Hemos encendido la antorcha aplicando al fuego purificador a todos los monumentos que, desde hacía siglos, proyectaban su sombra por todos los ángulos de España, las iglesias, y hemos recorrido las campiñas, purificándolas de la peste religiosa.” Subvertir la sociedad requería destruir la ética en que se fundamentaba. Poco importaba que en el armazón social hubiera las mejores aportaciones espirituales de siglos. No procedía reformar sino destruir. Las muertes de eclesiásticos o de fieles fueron, así entendidas las cosas, un elemento accidental e imprescindible. No se procedió, en general, a someter a las víctimas a juicios previos. Ninguna jurisprudencia podía amparar ni dar razón a tales decisiones. Ante la evidencia de que la depuración social era el único objetivo de tales muertes y que los condenados no tuvieron ninguna garantía jurídica, éstas deben ser calificadas de viles asesinatos, califica el historiador Jordi Albertí.
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