Cuenta John H. Newman que cuando Jesús en una ocasión se refirió a Abraham y dio a entender que Él había conocido al patriarca, ellos comentaron en son de burla: “¿No tienes aún cincuenta años y has visto a Abraham?”. A lo que Jesús contestó: “Os aseguro que antes de que Abraham fuera creado, yo existía” (cfr. Io VIII, 52 s.). El Señor había visto a Abraham, que vivió dos mil años antes, pero en realidad Jesús no tenía dos mil años, como tampoco tenía cincuenta. No tenía dos mil años porque no tenía años. Era el Anciano de los Días, que nunca tuvo comienzo y que nunca iba a tener fin, que se encuentra por encima y más allá del tiempo, que siempre es joven, que siempre está comenzando, que nunca ha sido, que es tan viejo como joven, que era tan viejo y tan joven en tiempos de Abraham como cuando vino a la tierra para satisfacer por nuestros pecados. Por eso dice: “Antes de que Abraham fuera, yo soy” y no yo era, porque Él no conoce pasado ni futuro. No puede afirmarse de Él, propiamente hablando, que fue o que será, sino que es. Él es siempre. Siempre el mismo: no más viejo por haber vivido dos mil años más, ni más joven por no haberlos vivido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario