Derribaron con un misil el avión que llevaba a bordo al presidente Habyarimana |
A mediados de 1993 los países africanos obligaron a Habyarimana a firmar un acuerdo con el Frente Nacional de Ruanda (el FNR). Los guerrilleros formarían parte del gobierno y entrarían en el Parlamento y asimismo constituirían un cuarenta por ciento de las fuerzas armadas. Semejante compromiso, sin embargo, era inaceptable para el clan akazu, que habría perdido su monopolio del poder, cosa de la que no quería ni oír hablar. Sus miembros resolvieron que había llegado la hora de la solución final. El 6 de abril de 1994, en Kigali, unos “elementos no identificados” derribaron con un misil el avión, a punto de aterrizar, que llevaba a bordo al presidente Habyarimana, el cual regresaba del extranjero tras firmar el denigrante compromiso con el enemigo. Fue la señal para que empezase una matanza de hostigadores del régimen, sobre todo tutsis, aunque también de la numerosa oposición hutu. Aquella masacre de una población indefensa, dirigida por el régimen en cuestión, se prolongó durante tres meses, es decir, hasta el momento en que el ejército del FNR tomó todo el país, obligando al adversario a huir. Existen cálculos dispares del número de víctimas. Unos hablan de medio millón, otros de uno. Nadie obtendrá jamás cifras exactas. Lo que más aterra en todo esto es el hecho de que unos hombres inocentes han dado muerte a otros hombres inocentes, haciéndolo, además, sin motivo alguno, sin ninguna necesidad. Aun así, incluso si no se tratase de un millón sino, por ejemplo, de un solo hombre inocente, ¿acaso no sería ello prueba suficiente de que el diablo mora entre nosotros, sólo que en la primavera de 1994 se encontraba precisamente en Ruanda? Medio o un millón de muertos es una cifra trágicamente alta. Aunque por otra parte, conociendo la capacidad infernal y mortífera de la fuerza del ejército de Habyarimana, de sus helicópteros, ametralladoras, artillería y carros blindados, en tres meses de fuego sistemático se habría podido aniquilar a mucha más gente. Sin embargo, no fue así. La mayoría no murió abatida por las bombas y las ametralladoras, sino que cayó descuartizada y machacada por armas de lo más primitivo: machetes, martillos, lanzas y palos. Y es que los líderes del régimen no perseguían un único objetivo, la solución final. También era importante cómo conseguirlo. Se trataba de que en el camino hacia el Ideal Supremo, que consistía en eliminar al enemigo de una vez para siempre, se crease una comunión criminal entre el pueblo; de que, a consecuencia de una participación masiva en el genocidio, surgiese un sentimiento de culpa unificador; de que todos y cada uno supiesen que, desde el momento en que habían cometido algún asesinato, se cerniría sobre ellos la irrevocable ley de la revancha, a través de la cual divisarían el fantasma de su propia muerte. Frente a los sistemas hitleriano y estaliniano, en los que la muerte la administraban verdugos de instituciones especializadas (las SS o el NKVD) y cuyos crímenes eran obra de formaciones especiales que actuaban en lugares secretos, en Ruanda lo importante era que todo el mundo cometiese asesinatos, que el crimen fuese producto de una acción de masas, en cierto modo popular y hasta espontánea, en la cual participarían todos; que no existiesen manos que no se hubieran manchado con la sangre de aquellos que el régimen consideraba enemigos.
Ébano de Ryszard Kapuściński
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