En el verano de 2002, The New York Times Magazine publicó en portada un artículo sobre esta nueva investigación titulado “What if Fat Doesn’t Make You Fat?”. En pocos meses se reabastecieron los anaqueles de los supermercados y se reescribieron los menús de los restaurantes para reflejar esta nueva sabiduría nutricional. Restituida la inocencia del bistec, se estigmatizaron dos de los alimentos más sanos e inofensivos conocidos por el hombre, el pan y la pasta, lo que pronto llevó a la bancarrota a docenas de panaderías y empresas de fideos, y echó a perder un sinnúmero de almuerzos que no tenían absolutamente nada de malo.
Países, como Italia o Francia, que resuelven la cuestión de lo que van a comer basándose en criterios tan pintorescos y poco científicos como el placer y la tradición, que consumen todo tipo de alimentos “poco saludables” y que, mira por dónde, terminan siendo sanos y felices. Solemos mostrar nuestra sorpresa ante este tema hablando de algo llamado la “paradoja francesa”, porque ¿cómo es posible que un pueblo que come sustancias de probada toxicidad, como el fuagrás o el queso triple crème, esté delgado y sano? Me pregunto, dice Michael Pollan, profesor en la Universidad de Harvard, si no tiene más sentido hablar de un pueblo americano obsesionado con la idea de comer de manera saludable, que presenta una notable falta de salud.
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