Según una tradición poderosa del pensamiento tanto occidental como del Oriente Próximo musulmán, las ciudades son el punto de origen de toda civilización, cuenta el historiador alemán Jürgen Osterhammel. El viajero precontemporáneo las busca. Para él, representan la salvación frente a los peligros del mundo salvaje. Aquí resulta menos extraño que en el pueblo, está menos amenazado por ese carácter marginal. En las ciudades se concentran el saber, la riqueza y el poder. Aquí la vida ofrece oportunidades para los ambiciosos, curiosos y los desesperados. En comparación con las comunidades rurales, las ciudades siempre son crisoles. Los imperios se gobiernan desde ciudades, los sistemas globales se dirigen desde ciudades; el mundo financiero internacional, desde Londres; la Iglesia católica, desde Roma; el sector de la moda, desde Milán o París. Tras la caída de las civilizaciones, lo que a menudo se preserva en el recuerdo forjador de mitos de la posteridad son las ciudades: Babilonia, Atenas, la Jerusalén del Primer Templo, el Bagdad de los califas, la Venecia de los duces. La ciudad nace antes de la era contemporánea y es, al mismo tiempo, la cuna de la modernidad.
Los economistas franceses de finales del siglo XVIII fueron los primeros en afirmar que la gran ciudad (a todas luces, con París en mente) era el lugar donde la sociedad se reunía y donde se constituían las normas que le daban forma. La gran ciudad actuaba como fuerza motriz de la circulación económica y multiplicadora del movimiento social. El valor no se incrementaba solo por la producción, como en el campo, sino por la pura interacción. Los cambios raudos creaban riqueza. Se entendía que la esencia de las nuevas grandes ciudades era la circulación, el movimiento (cada vez más acelerado por las técnicas de transporte) de personas, animales, vehículos y bienes dentro de la ciudad, así como en la relación de intercambio entre la ciudad y el entorno, ya fuera próximo o remoto. Los críticos lamentaban la rapidez del nuevo ritmo de vida en la gran ciudad. Los reformistas urbanos, a la inversa, querían adecuar la constitución física de la ciudad a su esencia moderna y dar vía libre a las corrientes frenadas; a las del tráfico, ampliando las calles, los bulevares y las vías férreas; a las del agua y las aguas residuales, con canalizaciones y alcantarillas subterráneas; el aire sano, saneando los suburbios y las construcciones apiñadas.
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