En un mundo que pierde logos, la reacción en cadena del pólemos (de la guerra, de la violencia, de la agresividad de todos contra todos) gana terreno y se torna incontrolable. En un mundo que ya no cuenta con el audaz y creativo testimonio del humanismo cristológico, el politeísmo de los dioses racistas y corporativos ocupa la escena. El intento de aniquilar el cristianismo actúa sin duda a favor del nihilismo, donde quiera que se produzca. El vaciamiento de la encarnación de Dios hace retroceder la religión y la hominización, inseparablemente.
En el desierto de su abandono, el pueblo se resigna a construirse becerros de oro. Existe ya una adicción. Pero el ídolo siempre es una cosa mental. El ídolo es un símbolo, un exorcismo, incluso una pasión verdadera que se convierte en obsesión de un dios falso.
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