Los escritores tienen una forma inadmisible de jugar a dos barajas. Nunca como en nuestra época habían aspirado a la función de directores de conciencia ni la habían ejercido. El puesto en otro tiempo ocupado por los curas en la vida moral del país es ocupado ahora por físicos y novelistas, lo que basta para medir el valor de nuestro progreso. Sin embargo, si alguien pidiera cuentas a los escritores acerca de la orlentación de su influencia, se refugiarían indignados en el privilegio sagrado del arte por el arte.
Las publicaciones destinadas a influir en lo que se llama la opinión, es decir, en el gobierno de la vida, constituyen actos, y se deben someter a las mismas restricciones que todos los actos. Dicho de otra forma, no deben causar ningún perjuicio ilegítimo en ningún ser humano, y, sobre todo, jamás deben contener negación alguna, explícita o implícita, de las obligaciones eternas hacia el ser humano, a partir del momento en que tales obligaciones han sido solemnemente reconocidas por la ley.
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