El matrimonio es un contrato entre un hombre y una mujer. Este contrato es y debe ser público. En todo ritual matrimonial hay testigos; estar casado impone deberes a los esposos, a la vez que les otorga derechos y beneficios. Entre estos, supone que los esposos serán fieles el uno al otro, que se ayudarán y cuidarán en las buenas y en las malas, y que colaborarán en la hora de cuidar a sus hijos. Es más, son y deberían ser tratados como una unidad bajo la ley; forman una única comunidad marital con recursos comunes, con el poder de representarse mutuamente, y con el derecho a no ser separados ni enfrentados el uno contra el otro.
El matrimonio sirve al bien común en tanto y en cuanto las parejas casadas traen hijos al mundo y se comprometen a criarlos. Cierto es que en muchos lugares se ha vuelto controvertido enseñar que el bien primario del matrimonio es la procreación y la educación de los hijos. Incluso se considera un tipo de prejuicio por quienes propugnan uniones homosexuales legalmente reconocidas. Pero si la Iglesia Católica accediese a la creciente presión para callar sobre esta dimensión pública del matrimonio, estaría dando un paso hacia estas circunstancias negativas, y abandonando un elemento y una razón esenciales del matrimonio.
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