A comienzos de los años treinta, en plena Gran Depresión, miles de jóvenes desempleados abandonaron Estados Unidos rumbo a la Unión Soviética, el paraíso de los trabajadores. Algunos fueron ejecutados a los pocos años de llegar. Otros murieron en “campos de reeducación” estalinista. Unos pocos sobrevivieron.
En una nación de inmigrantes nadie se preocupa de recordar a los que dejaron atrás el sueño; aquellos exiliados olvidados que permanecieron de pie con sus familias en las cubiertas de madera de barcos de pasajeros viendo cómo la estatua de la Libertad se perdía en la distancia mientras ellos dejaban Nueva York rumbo a Leningrado. Una muestra representativa de la sociedad estadounidense, procedente de todos los sectores de la vida; profesores, ingenieros, obreros de fábrica, maestros, artistas, médicos e incluso granjeros, todos mezclados en los barcos de pasajeros. Se marcharon para participar en el Plan Quinquenal de la Rusia soviética, atraídos por la posibilidad de encontrar trabajo en plena Gran Depresión. Ingenieros cualificados, con trabajos bien pagados, se apretaban junto a obreros en paro que buscaban empleo en las fábricas soviéticas y compañeros de viaje soñadores cuyo equipaje estaba lleno a reventar de los gruesos tomos de Marx, Engels y Lenin. En sus filas había comunistas, sindicalistas y radicales varios de la escuela de John Reed, pero la mayoría de ellos eran ciudadanos normales, a los que no les interesaba demasiado la política. Lo que les unía era la esperanza que impulsa a todos los emigrantes, la búsqueda de una vida mejor para sus hijos y para ellos mismos. Con la ilusión de la partida, ningún ojo perspicaz se esforzó por prever la crónica de violencia que les aguardaba en Rusia.
Referencia: Los olvidados de Tim Tzouliadis