La aportación sustancial de Copérnico fue la de situar al Sol, en lugar de la Tierra, en el centro del universo. Este modelo heliocéntrico sugería que la Tierra orbitaba alrededor del Sol, como el resto de los planetas. Pese a los feroces ataques de los protestantes por esta supuesta refutación de las Sagradas Escrituras, el sistema copernicano no fue objeto de censura formal alguna por parte de los católicos.
Galileo |
En 1616, después de que Galileo hubiera enseñado pública y persistentemente el sistema copernicano, las autoridades eclesiásticas le ordenaron que cesara de presentar la teoría de Copérnico como verdad contrastada, si bien tenía libertad para tratarla como hipótesis. Galileo aceptó y prosiguió con su trabajo. El Papa Urbano VIII se refirió a Galileo como “un hombre cuya fama brilla en el cielo y se extiende por todo el mundo”. Urbano VIII transmitió al astrónomo que la Iglesia nunca había declarado heréticas las teorías de Copérnico y que jamás lo haría. El Diálogo sobre los grandes sistemas del mundo, publicado en 1632, fue escrito por Galileo a instancias del Pontífice, aunque haciendo caso omiso de la instrucción expresa de tratar el modelo copernicano como hipótesis antes que como verdad establecida. Años más tarde, el padre Grienberger señaló supuestamente que, si Galileo hubiese presentado sus conclusiones como hipótesis, el gran astrónomo podría haber escrito todo cuanto deseara. Es sin embargo importante no exagerar lo ocurrido. J. L. Heilbron dice que ciertos contemporáneos bien informados observaron que la referencia a la herejía en relación con Galileo o Copérnico no tuvo una importancia general o teológica. Riccioli, en 1651, declaró que el heliocentrismo no era una herejía y Baldigiam, en 1678, concluyó que aquello era de todos sabido. Lo cierto es que los científicos católicos tuvieron autorización, en lo esencial, para proseguir libremente con sus investigaciones, siempre y cuando presentaran el movimiento de la Tierra como hipótesis (tal como exigía el decreto del Santo Oficio de 1616). Puesto que científicos católicos como el padre Roger Boscovich continuaron esbozando en sus trabajos la idea de una Tierra en movimiento, algunos eruditos especulan que el decreto de 1633 iba probablemente “dirigido a Galileo” y no al conjunto de los científicos católicos.
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