Cuenta el filósofo británico Nigel Warburton que en este mundo sin ley ni siquiera el más fuerte estaría a salvo durante mucho tiempo. Todo el mundo ha de dormir; y cuando estamos dormidos somos vulnerables a los ataques. Incluso el más débil, si es suficientemente astuto, podría destruir al más fuerte. Podrías pensar que un modo de evitar que te maten es unirte a algunos amigos. El problema es que no podrías estar seguro de quién es de fiar. Aunque otros hayan prometido ayudarte, en alguna ocasión quizá les puede convenir romper su promesa. Sin un nivel básico de confianza, cualquier actividad que requiera cooperación, como cultivar comida a gran escala o construir algo, sería imposible. No sabrías cuándo te están engañando hasta que fuera demasiado tarde, y para entonces quizá ya te habrían clavado literalmente un cuchillo en la espalda. Y no habría nadie que castigara a la persona que te ha apuñalado. Tus enemigos podrían estar en todas partes. Vivirías con el miedo constante de un ataque, una perspectiva no muy atractiva.
La solución, argumentará Hobbes, sería poner al mando a alguien poderoso o a un parlamento. Los individuos en el estado de naturaleza tendrían que aceptar un contrato social, un acuerdo mediante el que renunciarían a algunas de sus peligrosas libertades a cambio de seguridad. Sin lo que él llamó una soberanía, la vida sería una especie de infierno. Esta soberanía tendría derecho a infligir severos castigos a todo aquél que no siguiera unas normas. Hobbes creía que había ciertas leyes naturales que reconoceríamos como importantes, como que deberíamos tratar a los demás tal y como esperamos que nos traten a nosotros. Las leyes no sirven de nada si no hay alguien o algo suficientemente fuerte para hacer que todo el mundo las cumpla. Sin leyes, y sin una soberanía poderosa, la gente que viviera en el estado de naturaleza terminaría muriendo de forma violenta.
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