Entre el amor apego y la simple compasión universal que nunca puede desplegarse hacia un ser concreto se abre un espacio para una tercera forma de amor, el amor en Dios hacia criaturas que son en sí mismas eternas.
Y aquí llega san Agustín y dice:
“Señor, bienaventurados aquellos que te aman, que aman a su amigo en ti y se convierten en rivales por tu amor. Pues el único que no pierde a uno solo de sus amigos es el que los ama en Aquel a quien jamás se puede perder. ¿Y quién es Aquél sino nuestro Dios? Nadie te pierde. Señor, más que quien te abandona”.
Siguiendo el hilo de este razonamiento, se puede añadir que nadie pierde a los seres concretos a los que ama a no ser que deje de amarlos en Dios, es decir, al margen de lo que de eterno hay en ellos, algo que descansa en lo divino y se ve protegido por ello.
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