Padres que tienen un hijo mongoloide. Saben que su hijo no es inteligente como los otros, que no puede hacer en la escuela lo que hacen los demás. No por eso lo aman menos. Aunque para amarlo no pueden usar el patrón de los otros; de hacerlo así sentirían algo limitado, incompleto, insuficiente, algo que no tiene valor. Si lo hicieran experimentarían un amor-compasión, un colmar lo que no existe. La experiencia de ellos es diferente. Captan y dan valor a la especificidad de su perspectiva. Si se espanta, se asombra o se maravilla de lo que para un niño normal sería insignificante, entran en esa maravilla y ven en ella una perspectiva auténtica sobre el mundo. ¡Podemos maravillarnos de lo que después hemos desaprendido a mirar con ojos maravillados! Los ojos del niño son entonces los ojos de una inocencia sobre el mundo que los otros no han tenido o han perdido, y el mundo se enriquece con esa mirada. Con su amor los padres son los custodios de una perspectiva diferente (y perdida) sobre el mundo. El enamoramiento es, por eso, la apertura al ser de la perspectiva subjetiva, mientras su amor es su custodio. ¿Quiere decir que nos volvemos incapaces de juzgar? No. Los padres comprenden a su niño espantado o maravillado aunque no se espanten o maravillen. Saben y a pesar de saber, no desprecian sino que aman, escribe Francesco Alberoni.
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