Los Lores querían a Halifax, el rey Jorge VI quería a Halifax, incluso los laboristas querían a Halifax. Parecía que todos concedían su apoyo a un hombre que de repente tenía muy poco interés en asumir el cargo, al menos en el marco actual. Y fue así como, de manera increíble, el nombre de Churchill fue abriéndose paso hasta situarse el primero de la lista.Lo que era impensable unos días antes se consideraba ahora una opción viable. Pero a nadie le resultaba cómoda esa opción, porque menudo enigma era aquel hombre, menuda amalgama de elementos irreconciliables: teatrero, petulante, fanfarrón, poeta, periodista, historiador, aventurero, melancólico, supuestamente alcohólico, inequívocamente en edad de jubilarse, a sus sesenta y cinco años era un hombre que destacaba ante todo por ser un continuo fracaso, por no haber sabido interpretar una y otra vez lo que tenía ante la vista, por equivocarse con demasiada frecuencia, de mala manera, y justo cuando tenía que encontrar una muy buena solución. Considerado un peligroso belicista por los errores cometidos como primer Lord del Almirantazgo durante la Gran Guerra (principalmente por el desastre humano que supuso la campaña de Galípoli contra los otomanos en el Mediterráneo oriental, en la que perdieron la vida 45.000 hombres de los países de la Commonwealth), había pasado casi la totalidad de los últimos diez años en lo que él mismo calificaba de travesía del desierto después de un largo catálogo de errores más, entre ellos varios fracasos políticos en Irlanda, la oposición al estatuto de autonomía de la India, y la torpe manera de tratar una huelga de mineros en Gales. Era perfectamente natural que, después de tantos errores, el propio Churchill abrigara dudas acerca de su idoneidad. De hecho, dada la enormidad de sus errores, habría sido una pretensión extraordinaria (aparte de psicológicamente insostenible) llegar a una conclusión distinta. Sabía que estaba lleno de defectos. Sabía que en ese momento de su carrera era objeto de continuos chistes y que constituía un auténtico chollo para los caricaturistas, algo que sorprendería hoy día a muchas personas, que solo conocen al hombre en el que se convirtió, escribe el historiador Anthony McCarten.
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