En Suiza, se llevó a cabo un estudio económico antes de uno de sus numerosos referéndums. Versaba sobre si se debían almacenar o no residuos nucleares; los científicos estaban interesados en saber lo que pensaba la gente acerca de este tema. Fueron puerta a puerta con sus cuestionarios. ¿Se imaginaban una planta de residuos nucleares en su vecindario? El 50 por ciento respondió que si. Desde luego, la gente lo consideraba peligroso y sabía que haría bajar el precio de su vivienda, lo cual no les gustaba. No obstante, la planta tenía que construirse en alguna parte, en eso estaban de acuerdo. Así que si las autoridades consideraban que había que edificarla allí, entonces sentían la responsabilidad cívica de aceptarlo. Como buenos ciudadanos suizos. Cuando, por otro lado, se les preguntaba si aceptarían la planta nuclear en su vecindario a cambio de una suma relativamente grande de dinero por las molestias (el equivalente a seis semanas de salario para un trabajador normal), entonces solo el 25 por ciento respondió afirmativamente. Querían ser buenos ciudadanos; pero ya no se les pedía eso. El incentivo monetario acabó con el verdadero incentivo.
Introducir un incentivo económico bajo la suposición de que lo que nos mueve a las personas son las fuerzas económicas. Entonces, el incentivo acaba por hacer desaparecer al resto de las fuerzas motivadoras que viven en nosotros, manifiesta Katrine Marçal.
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