Hitler siempre había dejado bien claro que cuando el Partido Nazi subiese al poder, ajustaría las cuentas que tenía pendientes con un buen número de enemigos. De éstos, los que escogió en primer lugar fueron los artistas. En 1930, en una carta dirigida a Goebbels, garantizó al futuro ministro que, cuando gobernase, el partido no iba a organizar precisamente “círculos de debate” en lo referente al arte. El programa del partido, que se hizo público en un manifiesto nada menos que en 1920, instaba a luchar contra las “tendencias artísticas y literarias que ejercen una influencia disgregadora en la vida del pueblo”. La primera lista negra de artistas se publicó el 15 de marzo. A George Grosz, que se hallaba a la sazón de visita en los Estados Unidos, se le negó la ciudadanía alemana. La Bauhaus fue clausurada. Max Liebermann (que entonces tenía ochenta y ocho años) y Kathe Kollwitz (que tenía sesenta y seis), Paul Klee, Max Beckmann, Otto Dix y Oskar Schlemmer perdieron sus puestos de trabajo docentes. Todo esto se hizo de una manera tan rápida que los despidos hubieron de ser legalizados de manera retroactiva por un decreto que no se aprobó hasta el 7 de abril de 1933. ¿No recuerda todo esto a la Ley de Memoria Democrática que quiere aprobar el gobierno de España?
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