Los hombres de los trusts ofrecen la imagen moderna del señor que oprime a los simples mortales y burla el interés público. La solución aplicada por los partidos de izquierda no ha consistido en disolver los trusts, sino en transferir al Estado el control de ciertas ramas de la industria o de ciertas empresas desmesuradas. Abandonemos la objeción clásica, dice el filósofo y sociólogo francés Raymond Aron, la nacionalización no suprime, sino que a menudo acentúa los inconvenientes económicos del gigantismo. La jerarquía técnico-burocrática, en que se integra a los trabajadores, no se modifica por un cambio aportado al estatuto de propiedad. El director de las Fábricas Nacionales Renault, el de los Yacimientos de Carbón Franceses no son menos capaces de sugerir a los gobernantes decisiones favorables a su empresa. La nacionalización elimina, es verdad, la influencia política cuyo ejercicio en la sombra se reprochaba a los magnates de la industria y que han ejercido a veces. Los medios de acción que pierden los dirigentes de los trusts, pasan a los dueños del Estado. Las responsabilidades de éstos tienden a crecer a medida que decrecen las de los detentadores de los medios de producción. Cuando el Estado permanece democrático se arriesga a ser, a la vez, extenso y débil. Cuando un equipo se apodera del Estado, reconstituye y acaba en su provecho la combinación entre fuerza económica y fuerza política que la izquierda reprochaba a los trusts.
Raymond Aron |
Las nacionalizaciones, tal como se han practicado tanto en Francia como en Gran Bretaña y Rusia, opina Raymond Aron, no protegen al trabajador contra sus jueces, ni al consumidor contra el trust; eliminan a los accionistas, a los miembros de los consejos de administración, a los financieros, a quienes tenían una participación más teórica que real en la propiedad o que, por el manipuleo de los títulos, llegaban a influir en el destino de las empresas.
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