La reforma gregoriana representó la ofensiva de mayor envergadura del papado en su intento de salir airoso de la postración crónica de la Iglesia. Gregorio VII pretendió reformar una Iglesia debilitada por la simonía y la incontinencia de los clérigos, y quiso restablecer la unidad y mantener los derechos de la sede romana. Siempre estuvo dispuesto a colaborar con los príncipes, pero en caso necesario no dudó en enfrentarse a ellos y castigarlos. No era nuevo lo que pedía el papa, pero no cabe duda de que era nueva la radicalidad con que planteaba sus exigencias. La reforma gregoriana fue considerada por el papado como la ocasión de apartar a la Iglesia del dominio y las intervenciones de los laicos y, de manera especial, de alejar al papado de las pretensiones del emperador germánico. Consiguió también una separación más neta entre clérigos y laicos, entre Dios y el césar, entre el papa y el emperador. Es decir, lo contrario a la solución cristiana ortodoxa, la de Constantinopla, gobernada por el cesaropapismo, donde el emperador era una especie de papa. También era contrario a cuanto sucedía en el Islam, que no distinguía la religión de la política. El cristianismo latino, sobre todo desde esta reforma gregoriana, definió una cierta independencia de los laicos y sus responsabilidades específicas. El laicado formaba parte de la Iglesia, pero se produjo una distinción tal que facilitó más tarde, en la Europa de la Reforma y en la de finales del siglo XIX, la aparición, más allá del laicado, de la laicidad.
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