viernes, 2 de septiembre de 2016

La amargura siempre es un incentivo a la autodestrucción.

Richard Weaver.
La pérdida de la fe engendra alguna forma de amargura, dice Richard Weaver. En el antiguo cinismo, en el escepticismo, aun en el estoicismo, que fueron producto de la decadencia de la religión griega, anida una de esas formas. Hay amargura en la idea de que el infierno no existe, ya que, según el irrefutable silogismo de los teólogos, si no hay infierno, no puede haber justicia. La amargura siempre es un incentivo a la autodestrucción. Cuando se piensa que los trofeos que el mundo ofrece no compensan el dolor que lo habita, y al mismo tiempo se niega la posibilidad de alguna otra recompensa, la más elemental coherencia exige ponerle fin a todo. La tarea consiste en evitar que los hombres puedan sentirse desesperadamente no recompensados.

Amargura.
¿Qué quieren hoy, seguir viviendo o destruir el mundo? Algunos parecen incapaces de ver el alcance de una amargura que puede llevarlos a escoger la segunda alternativa. Imaginemos que la respuesta a la primera sea afirmativa, que haya personas que dicen que quieren seguir viviendo, y no sólo biológicamente, como ratas metidas en huecos de ciudades destrozadas, sino como miembros de comunidades civilizadas. Pues habrá que preguntarles si además están dispuestas a pagar el precio que corresponde, ya que es muy posible que su reacción en este caso sea la misma que tienen cuando escuchan la palabra “paz”: todos la quieren, pero no tanto como para aceptar desprenderse de esto y lo otro, de aquello que creen que constituye el marco mismo de su existencia. 

Conferencia de Paz de Versalles.
En la Autobiografía de Lincoln Stefan hay una escena, en la que se refiere una propuesta formulada por Clemenceau en la Conferencia de Paz de Versalles. El  francés, tras escuchar luengo parlamentos acerca de que la pasada guerra sería la última de todas las guerras, se volvió hacia Wilson, Lloyd George y Orlando, y les preguntó si de verdad alguien se estaba tomando en serio aquella idea. Después de oír las respuestas afirmativas de todas y cada una de las perplejas testas de Estado, Clemenceau se dispuso a resumirles el coste de llevar su deseo a la realidad. Los británicos tendrían que renunciar a su sistema colonial, los estadounidenses habrían de salir de Filipinas y no intervenir en México, y así con cada país. Los colegas de Clemenceau no tardaron en manifestar que en absoluto había sido esa su intención al formular su propuesta, a lo que el francés, con realista franqueza, les contestó que lo que en realidad querían era la guerra, y no la paz. No otra es la postura de quienes abogan incesantemente por la justicia, cuando en realidad lo que buscan y de antemano han decidido conseguir es otra cosa.
Impaciencia.

Por otro lado,el orgullo del hombre moderno se pone de manifiesto en su impaciencia, que no es sino indisposición para soportar los rigores de la disciplina, dice Weaver. El mundo físico es un intrincado conjunto de imposiciones, y cuando éstas impiden la libre manifestación de su voluntad, el hombre moderno se rebela y afirma enfático que nada habrá de trabar sus deseos. Esta actitud deviene en mera deificación de su propia voluntad. No es que el hombre haya decidido hacerse a sí mismo a imagen y semejanza de Dios, sino que tiene la intención de ocupar el lugar de Dios siendo exactamente tal cual es.

¿Qué quieren hoy, seguir viviendo o destruir el mundo? 

el orgullo del hombre moderno se pone de manifiesto en su impaciencia

Hay amargura en la idea de que el infierno no existe

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